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Antioco (27 de septiembre de 1089)

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Mensaje por Antioco Miér Mayo 08, 2013 4:27 pm



Coronación


El pobre Adolfo no conocía las trufas. Es claro: en las
tierras asturianas de las que él procede no abunda ese maravilloso fruto de la
naturaleza. Por otro lado, no podría decirse que el joven amanuense del
Cardenal de Vaas fuera una pira de curiosidad. Antes bien, es del tipo de
personas que se siente mejor y más segura cuanto menos sabe. Y en este mundo
tan complejo hasta podría decirse que tal actitud es una muestra cabal de su
prudencia. He ahí la razón por la cual Su Eminencia tuvo que hacer uso incluso
de la amenaza para convencerlo de aceptar el Obispado que le estaba ofreciendo.
¿Un joven de dieciséis años obispo?


– ¿Por qué no? –replicó el Cardenal– Hubo una época en la
que un caballo fue senador de Roma. ¿Por qué estarías tú incapacitado para
liderar un obispado?


El jovenzuelo no tenía idea de lo que su protector pretendía
hacerle entender. Pero le quedaba claro que semejante cargo le iba muy grande a
un pobre campesino, incorporado por artes del destino a la corte eclesiástica. Tan grande que el muchacho ni siquiera había
sido ordenado como cura.


– Las trufas son frutos exquisitos de la espesura. –explicó
Su Ilustrísima– Crece en los bosques de esta maravillosa Hispania, donde las
hay negras y las hay blancas (más sabrosas y perfumadas). Son muy difíciles de
encontrar, porque se esconden bajo la tierra, más hondo que las setas, y los
únicos animales capaces de encontrarlas usando el olfato son los cerdos. El
problema es que, cuando las encuentran, los cerdos quieren devorarlas y es
menester alejarlos enseguida para que no lleguen a desenterrarlas.


“¿A qué viene esta explicación?” se preguntaba Adolfo.


Los últimos meses habían sido de gran actividad para el
Cardenal. Por vaya a saber qué medios, había logrado que el Colegio
Cardenalicio lo admitiera finalmente en su seno. A él, que tenía grandes
enemigos en Roma. A pesar de su quebrantada salud y de los continuos ires y
venires de los médicos de la Corte de Meyer Lansky, seguía dominando con mano
firme las cuestiones políticas y económicas de sus dominios, distantes a miles
de kilómetros de Al-Andaluz. No pocos Señores le profesaban su confianza y
muchos otros lo miraban con recelo, pero con respeto. Las negociaciones para la
conformación de una nueva alianza avanzaban lentamente pero sin pausa. Y
finalmente, uno de sus grandes triunfos había sido el de lograr que todos los
Cardenales y las grandes Eminencias del Clero se congregaran en la fortaleza
del Gran Hebreo donde se ha refugiado para tratar de hallar una salida al grave
problema del trono vacante de Pedro.


– Pero ¿qué tienen que ver las trufas con que yo me
convierta en Obispo de la noche a la mañana, Su Ilustrísima?


– Deus rationes habet quod ratio non intellegere (1).
Debes confiar en mí, muchacho. Esta historia trata solo del poder. De un poder
exquisito y esquivo, extremadamente dulce y tentador. Como las trufas...


La voz del Cardenal sonaba serena e incluso
afectuosa. Se tomaba su tiempo para elegir las palabras y las degustaba con
incalificable placer.


– Hace ya tiempo que he salido a buscar
trufas, muchacho. Pero no soy más que un pobre viejo achacoso que ya no puede
seguirle el paso a los cerdos. Para eso te necesito a ti, que eres joven y
vital. Sin duda desconoces los tejes y manejes de la empresa, pero aquí estoy
yo para instruirte. No creas que un obispo es hoy gran cosa. La madre Iglesia
ha sido mancilladla una y otra vez desde que se reuniera el primer Concilio
para interpretar la Palabra. De allí en más, los obispos no son más que
porquerizos de alto rango. Yo mismo lo he sido y lo he comprendido en mi
momento.


El Cardenal hizo un hondo silencio y frotó
sus manos con fragilidad. Hacía frío, a pesar de la leña ardiente que, desde
aquella pasada visita, su Majestad Meyer Lansky no dejaba faltar en sus
aposentos.


– Te necesito para que los cerdos no devoren
las trufas, muchacho. Solo en ti puedo confiar. La Santa Iglesia me necesita y
eso quiere decir que TE necesita.


En ese preciso instante, un gran griterío
llegó desde el patio central de la Fortaleza. Adolfo ayudó a su señor
acercándolo al ventanal para que pudiera ver. Los pajes corrían de un lado a
otro, poniendo en orden la caballería e izando los estandartes. La soldadesca
ocupó sus lugares en las almenas. Los mismísimos condes palatinos daban
instrucciones a voz en pecho para acelerar los preparativos... Y alguien llegó
hasta los aposentos de Su Ilustrísima para traer la novedad.


El puente principal se abrió con un
estridente chirrido de cadenas y, después de una larga espera, comenzaron a
ingresar los carromatos ornados con la Insignia Vaticana. Cuando todos
estuvieron a resguardo dentro de la fortaleza, el edificio entero se sumió en
el mayor de los silencios. Nadie se movía. Ni siquiera los caballos se animaban
al resuello. Todo quietud y expectativa hasta que sonaron las trompetas que
dieron paso a la Guardia Imperial y, tras de ella, rodeado por sus ministros,
el Emperador Meyer Lansky. No pudo el Cardenal descubrir un rictus de triunfo
en el rostro de su señor, pero estaba seguro de que en su fuero interno el Gran
Hebreo estaba disfrutando el espectáculo. El Clero Cristiano en pleno estaba
allí, en sus dominios, y ponían bajo su resguardo la integridad de la Iglesia
toda. Claro que era el momento ideal para vengar tantos siglos de injusta
persecución. Pero Meyer Lansky era un monarca sabio y era consciente de que un
acto de magnanimidad era más simbólico que una venganza. También para él, aquel
hecho era un ingreso en la Historia Universal. Ataviado con sus mejores galas, habiendo
podido recibirlos en el Salón Capitular, apoltronado en su trono, se ubicó de
pie en un pedestal de mármol frente al Portal Imperial y, con tan solo una
mirada, dio la orden de comienzo para el ritual de bienvenida.


Las trompetas volvieron a sonar y todo se puso
en marcha. Los mozos de cuadra, habitualmente harapientos y mocosos, ahora
limpios y bien vestidos, desplegaron la alfombra roja. Los grandes condes
fueron los encargados de abrir las portezuelas de los carromatos.


Y los Grandes Cardenales comenzaron a
aparecer de uno en uno.


Hombres que se conocían desde hacía tiempo y otros que, sin
conocerse, habían oído hablar unos de otros se saludaban en la explanada con
aparente amabilidad. El Cardenal Piogetto, uno de los grandes intrigantes de la
Santa Sede, se movía como alguien familiarizado con el poder, como un verdadero
pontífice, distribuyendo sonrisas cordiales, sobre todo entre los palatinos,
augurando prodigios de entendimiento para la reunión del día siguiente, y
transmitiendo con énfasis votos de paz y felicidad.


– Más tarde arreglaremos el papeleo, muchacho. Ya eres
obispo. Busca entre mis ropas el atuendo que necesitas, vístete y ayúdame a
ponerme en pie. Han llegado los cerdos.


(Continuará...)


(1) "Dios tiene razones que la razón no entiende"

Antioco
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