Antioco de Vaas (24 de Octubre del año 1097 d.C.)
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Antioco de Vaas (24 de Octubre del año 1097 d.C.)
Papa
Antioco de Vaas
Su Serenísima Santidad, venciendo la terrible fatiga que su precaria salud le
depara cada día, ordenó a sus ayudantes de cámara que lo trasladasen al ventanal
norte desde el cual tiene dominio del patio central de la Fortaleza de Lansky. El
movimiento por estos días es incesante. Las bodas del Archiduque Dantes y la bella
Catherine todavía se festejan en la Corte del Emperador Meyer y en toda la
comarca. Día a día se suceden las justas y los banquetes. A toda hora se escuchan
los vítores a los campeones que se ufanan de los galardones obtenidos en los
variados torneos. Los fríos que se avecinan impiden que Su Santidad abandone la
cálida estancia donde se controlan sus achaques, pero se mantiene muy al tanto de
lo que sucede en los alrededores y más allá. El joven Adolfo, ahora Obispo de
Vaas, lo representa en la mayoría de los actos públicos y, poco a poco, se va
formando como un buen diplomático. En las grandes comilonas acaecidas en
celebración del matrimonio se ha brindado asiduamente por la salud del Santo Padre
y se siguen celebrando misas con el mismo deseo. Sin embargo, sabe muy bien el
buen Antioco que no todos son sinceros a la hora de expresar sus intenciones
respecto del futuro del Sucesor de Pedro.
Hace meses, cuando los grandes señores empezaron a llegar a los preparativos de la
boda, mezclados en las diferentes comitivas arribaron también encumbrados miembros
de la Santa Iglesia que antaño supieron disputar su cuota de poder cuando el Trono
Petrino estaba aun vacante. Uno de ellos en especial (a quien no nombraremos por
decoro), un cardenal dominico flaco y erguido de edad indefinida. Su Eminencia de
Vaas acudió a su encuentro y llevóle los saludos protocolares de Su Santidad. Sus
ojos eran grises y fríos, capaces de clavarse en alguien sin revelar sus
sentimientos y a la vez hábiles para expresarlos deliberadamente, todo según su
propia conveniencia. La respuesta del innombrado no fue afectuosa sino apenas
cortés. Cuando divisó a Su Majestad Meyer Lansky (a quien ya conocía) se mostró
deferente, pero la mirada que le dirigió al joven Adolfo hizo que Su Santidad, que
miraba la escena desde la seguridad de su torre, se estremeciera de inquietud.
Cuando saludó a Adolfo de Vaas, el singular cardenal esbozó una sonrisa por demás
enigmática al tiempo que murmuraba sin mucho entusiasmo: "Saludo de un recién
llegado a otro recién llegado". El nobel obispo no descubrió signo alguno de
ansiedad, ni sombra de ironía, ni matiz intimidatorio, como tampoco la menor señal
de algún interés. Sin embargo, no le quedó la menor duda de lo que aquellas
palabras querían significar. Sobre todo cuando, acto seguido, el nuevo visitante
le dedicó una mirada de cortés hostilidad. Su Santidad no vio en esos ojos, sin
embargo, muestra de sentimientos secretos (antes bien estaba seguro de que aquel
personaje carecía totalmente de tan humana capacidad) sino más bien un pragmático
deseo de que Adolfo fuera consciente de su hostilidad. Este devolvió la estocada
sonriéndole con exagerada cordialidad y diciéndole: "Hacía tiempo que quería
conocer al hombre cuyo nombre está tan asiduamente en boca de Su Santidad Antiocus
Primus". Sin alcanzar a comprender el profundo sentido de aquellas palabras, el
cardenal se mantuvo hipertérrito y aprovechó la eventual entrada de una druida de
cabellos encendidos llegada desde el norte a parlamentar con las altas autoridades
de la Alianza Maestra. La bárbara llevaba el nombre de Alita y nadie a su paso
podía permanecer indiferente. Ni siquiera aquellos conocedores del fino arte de
dominar los impulsos mundanos. "Veo que por estos días los portales de la
fortaleza del Gran Hebreo están demasiado abiertos" dijo el cardenal sin perder el
tono calmo y neutro. A lo cual el ya entrenado Adolfo de Vaas replicó en el mismo
estilo: "Pasará un camello por el ojo de una aguja antes que el desdén por las
culturas diferentes se afinque en la Corte de Meyer Lansky".
A partir de entonces, el Papa (observador desde las alturas de la torre) les
perdió la pista. Pero estaba seguro de que Adolfo sabría muy bien cómo defenderse
en caso de un nuevo ataque discursivo.
Al día siguiente, el mentado cardenal declaró su requisitoria para comparecer ante
Su Santidad y presentarle los debidos respetos. No iba a ser la primera vez que
ambos se encontraran en aquella misma Fortaleza de Lansky. La primera vez había
acontecido en ocasión del cónclave que terminaría con la designación de Antioco
como Papa y por cierto que el intercambio no había sido amable en absoluto. A la
hora de disputar el tesoro de las trufas, todo cerdo pierde compostura y escarba
la tierra con las pezuñas y a dentelladas si hace falta. Por esa razón y a
sabiendas de los verdaderos negocios oscuros que manejaba el cardenal en relación
al gobierno de la Santa Iglesia de Roma, el Serenísimo Padre dio orden de retrasar
largamente la concresión de ese nuevo encuentro, so pretexto de su delicado estado
de salud. Fue una pueril pero dulce venganza saber que el cardenal perdía la
compostura en soledad al enterarse que casi todos los asistentes a la boda habían
tenido acceso a la Torre Pontificia, menos él. Y entre todos, la más beneficiada
por el favor del Santo Patriarca era justamente la Druida Alita, que había
merecido tan ácidos comentarios por parte del prelado enigmático.
Largas habían sido las discusiones entre la bárbara, el Sumo Pontífice y el
Emperador Hebreo. En ellas se mezclaron las cuestiones filosóficas y teológicas
con las más mundanas del gobierno y la economía. Tan asidua era la entrada de la
aguerrida muchacha en los aposentos apostólicos que alguien (cuyo nombre se
sospecha pero no se nombra) hizo correr el rumor de un "entendimiento
concupiscente" entre la joven infiel y el anciano regidor de los destinos de la
Iglesia. "Favor que me hacen" declaraba en privado Su Santidad cuando alguno de
sus ayudantes de cámara le transmitía el parte diario de lo acontecido en la
comarca. Él sabía muy bien que los años de lucha contra la tentación de Adán
habían pasado ya al olvido. Su cuerpo envilecido era ahora incapaz de dar una
respuesta a esos impulsos por demás inexistentes. No obstante, durante su estadía
en la Fortaleza (o para ser más justos, en las cercanías de la Fortaleza, ya que
Alita moraba junto a su pueblo nómade extramuros, sin aceptar la hospitalidad de
Meyer ni los lujos de su Corte) aquellas conversaciones dieron a Su Santidad un
vigor inesperado. Aun cuando las dudas de Alita no hacían más que profundizar las
suyas propias... Entre tantas cosas, la bárbara no podía comprender aquel misterio
por el cual los fieles cristianos "comemos" la carne y "bebemos" la sangre de
Nuestro Señor Jesús en cada celebración litúrgica... El Papa no podía sino tomar
con simpatía el mote de "antropófagos" que nos endilgaba la bella druida. Simpatía
que se traducía en verdadera y profunda admiración ya que, entre los grandes
señores y damas de este mundo, ella había sido una de las dos mujeres que le
hablaban sin ambages, coraje y temeridad que ni los grandes nobles varones se
animaban a poner de manifiesto. Bien conoce Su Santidad la hipocrecía que todos
visten de bellas palabras. Ella, en cambio, esa ruda fémina alejada de las
convenciones cortesanas, habituada a las duras circunstancias de los mares, se
dirigía a él desprovista de afeites discursivos y lo miraba a los ojos en igualdad
de condiciones, con la suprema dignidad que habitualmente se confunde con
soberbia. Sin embargo, los misterios de la transubstanciación no fueron claros
para su rebelde espíritu que muchos consideran herético. Pero eso no disminuyó un
ápice la consideración del Santo Padre hacia sus valores ni aun el sincero afecto
que supo profesarle. Al fin y al cabo, él mismo tenía sus dudas sobre la
infalibilidad que se le atribuía, sin mencionar los tantos momentos de flaqueza en
esta Fe que se supone él debía defender. "Aun yo mismo nada sé más que lo que
pueden ver mis pobres ojos y lo que puede colegir mi limitada razón de indigno
servidor del Altísimo".
Antioco sospechaba que el apuro de Alita por partir antes de la celebración de la
boda tenía sus raíces en asuntos que le incumbían directamente. El tiempo le daría
la razón. Pero lo cierto es que el mismo día en que la druida partía de las
tierras de Al-Andalus, los dos altos dignatarios que faltaban llegaban a la
reunión de modo que ya no había más motivo para seguir esperando.
El Califa Saladino, señor feudal del novio, había retrasado su arribo para
solicitar la compañía de la bella Alvhia, reina mora e hija virtuosa de la antigua
regidora de las tierras castellanas, última descendiente de una estirpe
afectuosamente ligada a la prosapia del Papa Antioco. Tanto que era nada más ni
nada menos que la otra dama que podía dirigirse a Su Santidad sin protocolos, por
más antagónicos que resultaren sus pareceres.
Con las fuerzas que solo el Buen Dios podía proveerle, el Santo Padre ofició la
boda entre los archiduques Catherine y Dantes en la fastuosa catedral de Lansky,
en medio de rumores maledicentes y vaticinios de desastre. En más de un pasaje de
la ceremonia, Antioco vio desfallecer sus fuerzas pero el buen Adolfo estuvo firme
a su lado para sostenerlo e impedir que la noble concurrencia sospechara su
debilidad. Solo dos de los concurrentes pudieron notar lo que estaba sucediendo:
uno de ellos, Su Majestad Meyer, porque estaba al tanto de los padecimientos de su
amigo entrañable y no necesitaba más que un gesto para ver lo que nadie veía; el
otro, el antagonista innombrable en quien envidia y ambición despertaban las
suspicacias propias de los servidores del Maligno.
=============================================================================
Tal como Su Santidad lo había planeado ("Astuto servidor de Loki" solía llamarlo
la druida Alita), el primer reencuentro se produjo durante las bodas del los
Archiduques Catherine y Dantes.
El Santo Padre, ataviado con sus vestimentas ceremoniales estaba aun muy débil a
causa de ciertas fiebres que lo aquejaran durante las últimas semanas del verano.
Las benévolas temperaturas de octubre favorecieron, sin embargo, su recuperación y
gracias a ello pudo salir de su Torre Pontificia en honor a los futuros esposos.
Después de tanto tiempo de convalescencia, el buen Antioco había perdido el hábito
de vestirse para la liturgia y necesitó de la ayuda de su fiel Adolfo, Obispo de
Vaas, para lucir tan saludable y sereno como su investidura lo exigía. Había
ordenado expresamente que el amito dispuesto para proteger sus hombros por debajo
del alba fuera confeccionado en secreto con pieles de cordero de modo que realzara
su figura y le diera un aspecto más sólido. No se trataba de vana frivolidad sino
ante todo de una piadosa estratagema para no alimentar los rumores que, desde
hacía años, preanunciaban su ascenso a la inmortalidad. "No le daré el gusto de
dejar en evidencia mi fragilidad" murmuraba en los días previos a la boda. Y los
pocos elegidos que tuvieron la fortuna de escucharlo intuyeron de inmediato a
quién se refería. La casulla papal (de seda roja con vivos púrpura) había sido
finamente bordada con hilos de oro por las damas de la Curia Romana y serviría
perfectamente para disimular el engaño, al igual que el viejo palio heredado de su
antecesor y que llevaba a todos lados como un amuleto. Lo más dificultoso sería
mantenerse de pie durante el tiempo que durara la ceremonia y la manipulación de
los diferentes objetos litúrgicos que le impediría afirmarse en el báculo. Para
ello tendría que recurrir necesariamente al auxilio del Obispo de Vaas, quien
también se encargaría de los afeites que lograsen dar a su tez el color propio de
una persona rozagante.
A pesar de su delicado estado, la voz del Sumo Pontífice se mantenía firme y
potente y el tono que le daba a sus palabras llegó a emocionar a las damas
presentes. Detrás del altar, dos guardias de su custodia personal de extrema
confianza habían dispuesto una especie de estrecha silla curul sobre la cual pudo
sentarse sin que nadie lo percibiera. Todo el mundo supuso una simpática
excentricidad de su parte que administrara la Eucaristía desde aquella posición,
sin moverse apenas a lo largo de todo el ritual. Durante los preparativos, había
dicho a sus sirvientes más cercanos "si es necesario, aun después de muerto
disponed mi cadáver en el altar cual Campeador".
Uno a uno, cada uno de los cristianos presentes, encabezados por los nóveles
esposos, pasó frente al Pontífice para recibir la Eucaristía. Nadie acusó recibo
de lo que sucedía. Nadie, salvo el cardenal.
La indescifrable mirada del prelado se fijó en los ojos de Antioco tratando de
intimidarlo. Pero el viejo Pontífice pasaba ya de esos desafíos infantiles. Se
dio, no obstante, el gusto de dejarlo largamente con la boca abierta esperando que
el Papa extendiera su brazo para colocar la pequeña hostia sobre su lengua. Una
vez concretada la sagrada comunión, el cardenal hizo un escueto gesto en señal de
subordinación y se retiró lentamente caminando con extrema lentitud hacia atrás,
sin dejar de mirar al Pontífice fijamente a los ojos. El duelo silente de las
miradas fue imperceptible para los demás asistentes, salvo para uno, y dejó en
claro para cada quien el pensamiento del otro.
Finalizada la ceremonia, con sumo disimulo, el Obispo de Vaas se ocupó de
acompañar a Su Santidad en su salida hacia la sacristía, sirviéndole de segundo
báculo. Para cuando los nobles invitados llegaron al Salón de la Recepción, el
Papa ya estaba cómodamente instalado en su sitial de honor, junto al trono de Su
Excelencia Meyer Lansky, ambos a la misma altura, como símbolo de respeto mutuo y
mutua colaboración.
La primera en acercarse fue la sarracena reina Alvhia, quien apenas podía
disimular la emoción de estar por primera vez frente al Santo Padre, del que tanto
le hablara su madre en la infancia y con el cual había mantenido relación
epistolar durante años. Su Excelencia estaba acompañada del gallardo Califa
Saladino y muy cerca quedaba a la espera de su turno para departir la bella judía
Melanthe, la otra huésped habitual de la Corte de Lansky. También estaban
presentes, entre otros, el Rey Carlos VIII, el Barón Jorgejs, el Pachá Juggernaut,
el respetable judío Canis Lupus y el Caudillo Cioran. Los novios llegaron los
últimos y fueron recibidos con gran algarabía y una lluvia de flores rojas y
blancas que perfumaron el ambiente con una frecura juvenil.
Los músicos hicieron las delicias de los presentes y hubo todo tipo de manjares:
palominos en salmorejo macerados en vino del país, jabalí en salsamuera, conejo al
asador, bollos de mantequilla, arroz con almendras, hojas fritas de borraja,
aceitunas rellenas, queso frito, carne de oveja con salsa cruda de pimientos,
habas blancas, y golosinas exquisitas, pastel de San Bernardo, pastelillos de San
Nicolás, ojillos de Santa Lucía, y vinos y licores de hierbas que pusieron de buen
humor incluso al Cardenal, que pasaba por ser persona de hábitos muy austeros. Sin
embargo, el licor de toronjil había surtido su efecto en su buen ánimo. Tal vez
fuera por eso que tuvo la idea de acercarse distraídamente al trono papal munido
de su inseparable tinaja de licor.
- A vuestras plantas me postro, Serenísima Santidad.
Y uniendo sus gestos a sus dichos, hincóse de rodillas a los pies del Pontífice
que lo miró con indiferencia, a pesar de que por dentro se devanaba los sesos
tratando de descifrar algún motivo oscuro para aquel extraño proceder. Luego el
cardenal, con la lengua liberada de ataduras protocolares, dirigiéndose a los
demás comensales intentó dar una clase doctrinaria que solo llamó a la risa a
quienes lo escucharon con asombrada atención:
- Los antiguos griegos, esos bárbaros ilustrados que precedieron a la cultura
verdadera de nuestros días, realizaban ofrendas rituales muy cruentas para
alcanzar el favor de sus falsos dioses. En altares similares a los nuestros
sacrificaban todo tipo de animales... los cuales, si eran pequeños corderos,
palomas o cervatillos, recibían el nombre de HOSTIAS... Sí, igual que nuestras
hostias de la Eucaristía... -llenó la copa que sostenía en la mano derecha con el
contenido de la vasija que llevaba bajo el brazo izquierdo- Pero si el animal era
de proporciones considerables, como un buey, un caballo...
- ¡O un carnero! -lo interrumpió Su Santidad.
-¡Exacto! -festejó el cardenal, olvidando por completo la ilación de lo que estaba
diciendo. Apuró el contenido de su copa y volvió a llenarla entre eructos que
todos los comensales festejaron con fuertes y estridentes risotadas.
Envalentonado por el éxito de su actuación, el pobre cardenal levantó en alto su
copa y se avalanzó sobre Antioco. El joven Obispo de Vaas dio la voz de alto y los
caballeros presentes llevaron su diestra a la empuñadura de sus armas.
El cardenal se detuvo a poca distancia de Antioco y su fuerte borrachera lo
inclinó a reir. Volvió a levantar su diestra y, haciéndole una seña a un joven
copero para que sirviera vino a Su Santidad, hizo la siguiente declaración:
- Brindo en honor a Su Santidad Reverendísima, noble siervo de Nuestro Señor
Jesucristo e ilustrado sabedor del nombre que recibían esos animales sacrificados
por los heréticos hijos de la Hélade.
Acercó su copa a la del Papa y éste, ante la sorpresa de todos los
comensales, no se limitó a chocar el borde de su cáliz con el del cardenal, como
era costumbre arraigada desde hacía decenios. Esta vez el Papa retomó la tradición
original y virtió parte del brebaje, que le acababan de servir, dentro del
recipiente que contenía la bebida del prelado.
Antioco de Vaas
Su Serenísima Santidad, venciendo la terrible fatiga que su precaria salud le
depara cada día, ordenó a sus ayudantes de cámara que lo trasladasen al ventanal
norte desde el cual tiene dominio del patio central de la Fortaleza de Lansky. El
movimiento por estos días es incesante. Las bodas del Archiduque Dantes y la bella
Catherine todavía se festejan en la Corte del Emperador Meyer y en toda la
comarca. Día a día se suceden las justas y los banquetes. A toda hora se escuchan
los vítores a los campeones que se ufanan de los galardones obtenidos en los
variados torneos. Los fríos que se avecinan impiden que Su Santidad abandone la
cálida estancia donde se controlan sus achaques, pero se mantiene muy al tanto de
lo que sucede en los alrededores y más allá. El joven Adolfo, ahora Obispo de
Vaas, lo representa en la mayoría de los actos públicos y, poco a poco, se va
formando como un buen diplomático. En las grandes comilonas acaecidas en
celebración del matrimonio se ha brindado asiduamente por la salud del Santo Padre
y se siguen celebrando misas con el mismo deseo. Sin embargo, sabe muy bien el
buen Antioco que no todos son sinceros a la hora de expresar sus intenciones
respecto del futuro del Sucesor de Pedro.
Hace meses, cuando los grandes señores empezaron a llegar a los preparativos de la
boda, mezclados en las diferentes comitivas arribaron también encumbrados miembros
de la Santa Iglesia que antaño supieron disputar su cuota de poder cuando el Trono
Petrino estaba aun vacante. Uno de ellos en especial (a quien no nombraremos por
decoro), un cardenal dominico flaco y erguido de edad indefinida. Su Eminencia de
Vaas acudió a su encuentro y llevóle los saludos protocolares de Su Santidad. Sus
ojos eran grises y fríos, capaces de clavarse en alguien sin revelar sus
sentimientos y a la vez hábiles para expresarlos deliberadamente, todo según su
propia conveniencia. La respuesta del innombrado no fue afectuosa sino apenas
cortés. Cuando divisó a Su Majestad Meyer Lansky (a quien ya conocía) se mostró
deferente, pero la mirada que le dirigió al joven Adolfo hizo que Su Santidad, que
miraba la escena desde la seguridad de su torre, se estremeciera de inquietud.
Cuando saludó a Adolfo de Vaas, el singular cardenal esbozó una sonrisa por demás
enigmática al tiempo que murmuraba sin mucho entusiasmo: "Saludo de un recién
llegado a otro recién llegado". El nobel obispo no descubrió signo alguno de
ansiedad, ni sombra de ironía, ni matiz intimidatorio, como tampoco la menor señal
de algún interés. Sin embargo, no le quedó la menor duda de lo que aquellas
palabras querían significar. Sobre todo cuando, acto seguido, el nuevo visitante
le dedicó una mirada de cortés hostilidad. Su Santidad no vio en esos ojos, sin
embargo, muestra de sentimientos secretos (antes bien estaba seguro de que aquel
personaje carecía totalmente de tan humana capacidad) sino más bien un pragmático
deseo de que Adolfo fuera consciente de su hostilidad. Este devolvió la estocada
sonriéndole con exagerada cordialidad y diciéndole: "Hacía tiempo que quería
conocer al hombre cuyo nombre está tan asiduamente en boca de Su Santidad Antiocus
Primus". Sin alcanzar a comprender el profundo sentido de aquellas palabras, el
cardenal se mantuvo hipertérrito y aprovechó la eventual entrada de una druida de
cabellos encendidos llegada desde el norte a parlamentar con las altas autoridades
de la Alianza Maestra. La bárbara llevaba el nombre de Alita y nadie a su paso
podía permanecer indiferente. Ni siquiera aquellos conocedores del fino arte de
dominar los impulsos mundanos. "Veo que por estos días los portales de la
fortaleza del Gran Hebreo están demasiado abiertos" dijo el cardenal sin perder el
tono calmo y neutro. A lo cual el ya entrenado Adolfo de Vaas replicó en el mismo
estilo: "Pasará un camello por el ojo de una aguja antes que el desdén por las
culturas diferentes se afinque en la Corte de Meyer Lansky".
A partir de entonces, el Papa (observador desde las alturas de la torre) les
perdió la pista. Pero estaba seguro de que Adolfo sabría muy bien cómo defenderse
en caso de un nuevo ataque discursivo.
Al día siguiente, el mentado cardenal declaró su requisitoria para comparecer ante
Su Santidad y presentarle los debidos respetos. No iba a ser la primera vez que
ambos se encontraran en aquella misma Fortaleza de Lansky. La primera vez había
acontecido en ocasión del cónclave que terminaría con la designación de Antioco
como Papa y por cierto que el intercambio no había sido amable en absoluto. A la
hora de disputar el tesoro de las trufas, todo cerdo pierde compostura y escarba
la tierra con las pezuñas y a dentelladas si hace falta. Por esa razón y a
sabiendas de los verdaderos negocios oscuros que manejaba el cardenal en relación
al gobierno de la Santa Iglesia de Roma, el Serenísimo Padre dio orden de retrasar
largamente la concresión de ese nuevo encuentro, so pretexto de su delicado estado
de salud. Fue una pueril pero dulce venganza saber que el cardenal perdía la
compostura en soledad al enterarse que casi todos los asistentes a la boda habían
tenido acceso a la Torre Pontificia, menos él. Y entre todos, la más beneficiada
por el favor del Santo Patriarca era justamente la Druida Alita, que había
merecido tan ácidos comentarios por parte del prelado enigmático.
Largas habían sido las discusiones entre la bárbara, el Sumo Pontífice y el
Emperador Hebreo. En ellas se mezclaron las cuestiones filosóficas y teológicas
con las más mundanas del gobierno y la economía. Tan asidua era la entrada de la
aguerrida muchacha en los aposentos apostólicos que alguien (cuyo nombre se
sospecha pero no se nombra) hizo correr el rumor de un "entendimiento
concupiscente" entre la joven infiel y el anciano regidor de los destinos de la
Iglesia. "Favor que me hacen" declaraba en privado Su Santidad cuando alguno de
sus ayudantes de cámara le transmitía el parte diario de lo acontecido en la
comarca. Él sabía muy bien que los años de lucha contra la tentación de Adán
habían pasado ya al olvido. Su cuerpo envilecido era ahora incapaz de dar una
respuesta a esos impulsos por demás inexistentes. No obstante, durante su estadía
en la Fortaleza (o para ser más justos, en las cercanías de la Fortaleza, ya que
Alita moraba junto a su pueblo nómade extramuros, sin aceptar la hospitalidad de
Meyer ni los lujos de su Corte) aquellas conversaciones dieron a Su Santidad un
vigor inesperado. Aun cuando las dudas de Alita no hacían más que profundizar las
suyas propias... Entre tantas cosas, la bárbara no podía comprender aquel misterio
por el cual los fieles cristianos "comemos" la carne y "bebemos" la sangre de
Nuestro Señor Jesús en cada celebración litúrgica... El Papa no podía sino tomar
con simpatía el mote de "antropófagos" que nos endilgaba la bella druida. Simpatía
que se traducía en verdadera y profunda admiración ya que, entre los grandes
señores y damas de este mundo, ella había sido una de las dos mujeres que le
hablaban sin ambages, coraje y temeridad que ni los grandes nobles varones se
animaban a poner de manifiesto. Bien conoce Su Santidad la hipocrecía que todos
visten de bellas palabras. Ella, en cambio, esa ruda fémina alejada de las
convenciones cortesanas, habituada a las duras circunstancias de los mares, se
dirigía a él desprovista de afeites discursivos y lo miraba a los ojos en igualdad
de condiciones, con la suprema dignidad que habitualmente se confunde con
soberbia. Sin embargo, los misterios de la transubstanciación no fueron claros
para su rebelde espíritu que muchos consideran herético. Pero eso no disminuyó un
ápice la consideración del Santo Padre hacia sus valores ni aun el sincero afecto
que supo profesarle. Al fin y al cabo, él mismo tenía sus dudas sobre la
infalibilidad que se le atribuía, sin mencionar los tantos momentos de flaqueza en
esta Fe que se supone él debía defender. "Aun yo mismo nada sé más que lo que
pueden ver mis pobres ojos y lo que puede colegir mi limitada razón de indigno
servidor del Altísimo".
Antioco sospechaba que el apuro de Alita por partir antes de la celebración de la
boda tenía sus raíces en asuntos que le incumbían directamente. El tiempo le daría
la razón. Pero lo cierto es que el mismo día en que la druida partía de las
tierras de Al-Andalus, los dos altos dignatarios que faltaban llegaban a la
reunión de modo que ya no había más motivo para seguir esperando.
El Califa Saladino, señor feudal del novio, había retrasado su arribo para
solicitar la compañía de la bella Alvhia, reina mora e hija virtuosa de la antigua
regidora de las tierras castellanas, última descendiente de una estirpe
afectuosamente ligada a la prosapia del Papa Antioco. Tanto que era nada más ni
nada menos que la otra dama que podía dirigirse a Su Santidad sin protocolos, por
más antagónicos que resultaren sus pareceres.
Con las fuerzas que solo el Buen Dios podía proveerle, el Santo Padre ofició la
boda entre los archiduques Catherine y Dantes en la fastuosa catedral de Lansky,
en medio de rumores maledicentes y vaticinios de desastre. En más de un pasaje de
la ceremonia, Antioco vio desfallecer sus fuerzas pero el buen Adolfo estuvo firme
a su lado para sostenerlo e impedir que la noble concurrencia sospechara su
debilidad. Solo dos de los concurrentes pudieron notar lo que estaba sucediendo:
uno de ellos, Su Majestad Meyer, porque estaba al tanto de los padecimientos de su
amigo entrañable y no necesitaba más que un gesto para ver lo que nadie veía; el
otro, el antagonista innombrable en quien envidia y ambición despertaban las
suspicacias propias de los servidores del Maligno.
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Tal como Su Santidad lo había planeado ("Astuto servidor de Loki" solía llamarlo
la druida Alita), el primer reencuentro se produjo durante las bodas del los
Archiduques Catherine y Dantes.
El Santo Padre, ataviado con sus vestimentas ceremoniales estaba aun muy débil a
causa de ciertas fiebres que lo aquejaran durante las últimas semanas del verano.
Las benévolas temperaturas de octubre favorecieron, sin embargo, su recuperación y
gracias a ello pudo salir de su Torre Pontificia en honor a los futuros esposos.
Después de tanto tiempo de convalescencia, el buen Antioco había perdido el hábito
de vestirse para la liturgia y necesitó de la ayuda de su fiel Adolfo, Obispo de
Vaas, para lucir tan saludable y sereno como su investidura lo exigía. Había
ordenado expresamente que el amito dispuesto para proteger sus hombros por debajo
del alba fuera confeccionado en secreto con pieles de cordero de modo que realzara
su figura y le diera un aspecto más sólido. No se trataba de vana frivolidad sino
ante todo de una piadosa estratagema para no alimentar los rumores que, desde
hacía años, preanunciaban su ascenso a la inmortalidad. "No le daré el gusto de
dejar en evidencia mi fragilidad" murmuraba en los días previos a la boda. Y los
pocos elegidos que tuvieron la fortuna de escucharlo intuyeron de inmediato a
quién se refería. La casulla papal (de seda roja con vivos púrpura) había sido
finamente bordada con hilos de oro por las damas de la Curia Romana y serviría
perfectamente para disimular el engaño, al igual que el viejo palio heredado de su
antecesor y que llevaba a todos lados como un amuleto. Lo más dificultoso sería
mantenerse de pie durante el tiempo que durara la ceremonia y la manipulación de
los diferentes objetos litúrgicos que le impediría afirmarse en el báculo. Para
ello tendría que recurrir necesariamente al auxilio del Obispo de Vaas, quien
también se encargaría de los afeites que lograsen dar a su tez el color propio de
una persona rozagante.
A pesar de su delicado estado, la voz del Sumo Pontífice se mantenía firme y
potente y el tono que le daba a sus palabras llegó a emocionar a las damas
presentes. Detrás del altar, dos guardias de su custodia personal de extrema
confianza habían dispuesto una especie de estrecha silla curul sobre la cual pudo
sentarse sin que nadie lo percibiera. Todo el mundo supuso una simpática
excentricidad de su parte que administrara la Eucaristía desde aquella posición,
sin moverse apenas a lo largo de todo el ritual. Durante los preparativos, había
dicho a sus sirvientes más cercanos "si es necesario, aun después de muerto
disponed mi cadáver en el altar cual Campeador".
Uno a uno, cada uno de los cristianos presentes, encabezados por los nóveles
esposos, pasó frente al Pontífice para recibir la Eucaristía. Nadie acusó recibo
de lo que sucedía. Nadie, salvo el cardenal.
La indescifrable mirada del prelado se fijó en los ojos de Antioco tratando de
intimidarlo. Pero el viejo Pontífice pasaba ya de esos desafíos infantiles. Se
dio, no obstante, el gusto de dejarlo largamente con la boca abierta esperando que
el Papa extendiera su brazo para colocar la pequeña hostia sobre su lengua. Una
vez concretada la sagrada comunión, el cardenal hizo un escueto gesto en señal de
subordinación y se retiró lentamente caminando con extrema lentitud hacia atrás,
sin dejar de mirar al Pontífice fijamente a los ojos. El duelo silente de las
miradas fue imperceptible para los demás asistentes, salvo para uno, y dejó en
claro para cada quien el pensamiento del otro.
Finalizada la ceremonia, con sumo disimulo, el Obispo de Vaas se ocupó de
acompañar a Su Santidad en su salida hacia la sacristía, sirviéndole de segundo
báculo. Para cuando los nobles invitados llegaron al Salón de la Recepción, el
Papa ya estaba cómodamente instalado en su sitial de honor, junto al trono de Su
Excelencia Meyer Lansky, ambos a la misma altura, como símbolo de respeto mutuo y
mutua colaboración.
La primera en acercarse fue la sarracena reina Alvhia, quien apenas podía
disimular la emoción de estar por primera vez frente al Santo Padre, del que tanto
le hablara su madre en la infancia y con el cual había mantenido relación
epistolar durante años. Su Excelencia estaba acompañada del gallardo Califa
Saladino y muy cerca quedaba a la espera de su turno para departir la bella judía
Melanthe, la otra huésped habitual de la Corte de Lansky. También estaban
presentes, entre otros, el Rey Carlos VIII, el Barón Jorgejs, el Pachá Juggernaut,
el respetable judío Canis Lupus y el Caudillo Cioran. Los novios llegaron los
últimos y fueron recibidos con gran algarabía y una lluvia de flores rojas y
blancas que perfumaron el ambiente con una frecura juvenil.
Los músicos hicieron las delicias de los presentes y hubo todo tipo de manjares:
palominos en salmorejo macerados en vino del país, jabalí en salsamuera, conejo al
asador, bollos de mantequilla, arroz con almendras, hojas fritas de borraja,
aceitunas rellenas, queso frito, carne de oveja con salsa cruda de pimientos,
habas blancas, y golosinas exquisitas, pastel de San Bernardo, pastelillos de San
Nicolás, ojillos de Santa Lucía, y vinos y licores de hierbas que pusieron de buen
humor incluso al Cardenal, que pasaba por ser persona de hábitos muy austeros. Sin
embargo, el licor de toronjil había surtido su efecto en su buen ánimo. Tal vez
fuera por eso que tuvo la idea de acercarse distraídamente al trono papal munido
de su inseparable tinaja de licor.
- A vuestras plantas me postro, Serenísima Santidad.
Y uniendo sus gestos a sus dichos, hincóse de rodillas a los pies del Pontífice
que lo miró con indiferencia, a pesar de que por dentro se devanaba los sesos
tratando de descifrar algún motivo oscuro para aquel extraño proceder. Luego el
cardenal, con la lengua liberada de ataduras protocolares, dirigiéndose a los
demás comensales intentó dar una clase doctrinaria que solo llamó a la risa a
quienes lo escucharon con asombrada atención:
- Los antiguos griegos, esos bárbaros ilustrados que precedieron a la cultura
verdadera de nuestros días, realizaban ofrendas rituales muy cruentas para
alcanzar el favor de sus falsos dioses. En altares similares a los nuestros
sacrificaban todo tipo de animales... los cuales, si eran pequeños corderos,
palomas o cervatillos, recibían el nombre de HOSTIAS... Sí, igual que nuestras
hostias de la Eucaristía... -llenó la copa que sostenía en la mano derecha con el
contenido de la vasija que llevaba bajo el brazo izquierdo- Pero si el animal era
de proporciones considerables, como un buey, un caballo...
- ¡O un carnero! -lo interrumpió Su Santidad.
-¡Exacto! -festejó el cardenal, olvidando por completo la ilación de lo que estaba
diciendo. Apuró el contenido de su copa y volvió a llenarla entre eructos que
todos los comensales festejaron con fuertes y estridentes risotadas.
Envalentonado por el éxito de su actuación, el pobre cardenal levantó en alto su
copa y se avalanzó sobre Antioco. El joven Obispo de Vaas dio la voz de alto y los
caballeros presentes llevaron su diestra a la empuñadura de sus armas.
El cardenal se detuvo a poca distancia de Antioco y su fuerte borrachera lo
inclinó a reir. Volvió a levantar su diestra y, haciéndole una seña a un joven
copero para que sirviera vino a Su Santidad, hizo la siguiente declaración:
- Brindo en honor a Su Santidad Reverendísima, noble siervo de Nuestro Señor
Jesucristo e ilustrado sabedor del nombre que recibían esos animales sacrificados
por los heréticos hijos de la Hélade.
Acercó su copa a la del Papa y éste, ante la sorpresa de todos los
comensales, no se limitó a chocar el borde de su cáliz con el del cardenal, como
era costumbre arraigada desde hacía decenios. Esta vez el Papa retomó la tradición
original y virtió parte del brebaje, que le acababan de servir, dentro del
recipiente que contenía la bebida del prelado.
Meyer Lansky- Cónsul General
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Fecha de inscripción : 29/04/2013
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