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Antioco de Vaas (14 de Octubre del año 1097 d.C.)

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Antioco de Vaas (14 de Octubre del año 1097 d.C.) Empty Antioco de Vaas (14 de Octubre del año 1097 d.C.)

Mensaje por Meyer Lansky Vie Mayo 17, 2013 7:06 pm

Papa
Antioco de Vaas
Su Serenísima Santidad, venciendo la terrible fatiga que su precaria salud le depara cada día, ordenó a sus ayudantes de cámara que lo trasladasen al ventanal norte desde el cual tiene dominio del patio central de la Fortaleza de Lansky. El movimiento por estos días es incesante. Las bodas del Archiduque Dantes y la bella Catherine todavía se festejan en la Corte del Emperador Meyer y en toda la comarca. Día a día se suceden las justas y los banquetes. A toda hora se escuchan los vítores a los campeones que se ufanan de los galardones obtenidos en los variados torneos. Los fríos que se avecinan impiden que Su Santidad abandone la cálida estancia donde se controlan sus achaques, pero se mantiene muy al tanto de lo que sucede en los alrededores y más allá. El joven Adolfo, ahora Obispo de Vaas, lo representa en la mayoría de los actos públicos y, poco a poco, se va formando como un buen diplomático. En las grandes comilonas acaecidas en celebración del matrimonio se ha brindado asiduamente por la salud del Santo Padre y se siguen celebrando misas con el mismo deseo. Sin embargo, sabe muy bien el buen Antioco que no todos son sinceros a la hora de expresar sus intenciones respecto del futuro del Sucesor de Pedro.

Hace meses, cuando los grandes señores empezaron a llegar a los preparativos de la boda, mezclados en las diferentes comitivas arribaron también encumbrados miembros de la Santa Iglesia que antaño supieron disputar su cuota de poder cuando el Trono Petrino estaba aun vacante. Uno de ellos en especial (a quien no nombraremos por decoro), un cardenal dominico flaco y erguido de edad indefinida. Su Eminencia de Vaas acudió a su encuentro y llevóle los saludos protocolares de Su Santidad. Sus ojos eran grises y fríos, capaces de clavarse en alguien sin revelar sus sentimientos y a la vez hábiles para expresarlos deliberadamente, todo según su propia conveniencia. La respuesta del innombrado no fue afectuosa sino apenas cortés. Cuando divisó a Su Majestad Meyer Lansky (a quien ya conocía) se mostró deferente, pero la mirada que le dirigió al joven Adolfo hizo que Su Santidad, que miraba la escena desde la seguridad de su torre, se estremeciera de inquietud. Cuando saludó a Adolfo de Vaas, el singular cardenal esbozó una sonrisa por demás enigmática al tiempo que murmuraba sin mucho entusiasmo: "Saludo de un recién llegado a otro recién llegado". El nobel obispo no descubrió signo alguno de ansiedad, ni sombra de ironía, ni matiz intimidatorio, como tampoco la menor señal de algún interés. Sin embargo, no le quedó la menor duda de lo que aquellas palabras querían significar. Sobre todo cuando, acto seguido, el nuevo visitante le dedicó una mirada de cortés hostilidad. Su Santidad no vio en esos ojos, sin embargo, muestra de sentimientos secretos (antes bien estaba seguro de que aquel personaje carecía totalmente de tan humana capacidad) sino más bien un pragmático deseo de que Adolfo fuera consciente de su hostilidad. Este devolvió la estocada sonriéndole con exagerada cordialidad y diciéndole: "Hacía tiempo que quería conocer al hombre cuyo nombre está tan asiduamente en boca de Su Santidad Antiocus Primus". Sin alcanzar a comprender el profundo sentido de aquellas palabras, el cardenal se mantuvo hipertérrito y aprovechó la eventual entrada de una druida de cabellos encendidos llegada desde el norte a parlamentar con las altas autoridades de la Alianza Maestra. La bárbara llevaba el nombre de Alita y nadie a su paso podía permanecer indiferente. Ni siquiera aquellos conocedores del fino arte de dominar los impulsos mundanos. "Veo que por estos días los portales de la fortaleza del Gran Hebreo están demasiado abiertos" dijo el cardenal sin perder el tono calmo y neutro. A lo cual el ya entrenado Adolfo de Vaas replicó en el mismo estilo: "Pasará un camello por el ojo de una aguja antes que el desdén por las culturas diferentes se afinque en la Corte de Meyer Lansky".

A partir de entonces, el Papa (observador desde las alturas de la torre) les perdió la pista. Pero estaba seguro de que Adolfo sabría muy bien cómo defenderse en caso de un nuevo ataque discursivo.

Al día siguiente, el mentado cardenal declaró su requisitoria para comparecer ante Su Santidad y presentarle los debidos respetos. No iba a ser la primera vez que ambos se encontraran en aquella misma Fortaleza de Lansky. La primera vez había acontecido en ocasión del cónclave que terminaría con la designación de Antioco como Papa y por cierto que el intercambio no había sido amable en absoluto. A la hora de disputar el tesoro de las trufas, todo cerdo pierde compostura y escarba la tierra con las pezuñas y a dentelladas si hace falta. Por esa razón y a sabiendas de los verdaderos negocios oscuros que manejaba el cardenal en relación al gobierno de la Santa Iglesia de Roma, el Serenísimo Padre dio orden de retrasar largamente la concresión de ese nuevo encuentro, so pretexto de su delicado estado de salud. Fue una pueril pero dulce venganza saber que el cardenal perdía la compostura en soledad al enterarse que casi todos los asistentes a la boda habían tenido acceso a la Torre Pontificia, menos él. Y entre todos, la más beneficiada por el favor del Santo Patriarca era justamente la Druida Alita, que había merecido tan ácidos comentarios por parte del prelado enigmático.

Largas habían sido las discusiones entre la bárbara, el Sumo Pontífice y el Emperador Hebreo. En ellas se mezclaron las cuestiones filosóficas y teológicas con las más mundanas del gobierno y la economía. Tan asidua era la entrada de la aguerrida muchacha en los aposentos apostólicos que alguien (cuyo nombre se sospecha pero no se nombra) hizo correr el rumor de un "entendimiento concupiscente" entre la joven infiel y el anciano regidor de los destinos de la Iglesia. "Favor que me hacen" declaraba en privado Su Santidad cuando alguno de sus ayudantes de cámara le transmitía el parte diario de lo acontecido en la comarca. Él sabía muy bien que los años de lucha contra la tentación de Adán habían pasado ya al olvido. Su cuerpo envilecido era ahora incapaz de dar una respuesta a esos impulsos por demás inexistentes. No obstante, durante su estadía en la Fortaleza (o para ser más justos, en las cercanías de la Fortaleza, ya que Alita moraba junto a su pueblo nómade extramuros, sin aceptar la hospitalidad de Meyer ni los lujos de su Corte) aquellas conversaciones dieron a Su Santidad un vigor inesperado. Aun cuando las dudas de Alita no hacían más que profundizar las suyas propias... Entre tantas cosas, la bárbara no podía comprender aquel misterio por el cual los fieles cristianos "comemos" la carne y "bebemos" la sangre de Nuestro Señor Jesús en cada celebración litúrgica... El Papa no podía sino tomar con simpatía el mote de "antropófagos" que nos endilgaba la bella druida. Simpatía que se traducía en verdadera y profunda admiración ya que, entre los grandes señores y damas de este mundo, ella había sido una de las dos mujeres que le hablaban sin ambages, coraje y temeridad que ni los grandes nobles varones se animaban a poner de manifiesto. Bien conoce Su Santidad la hipocrecía que todos visten de bellas palabras. Ella, en cambio, esa ruda fémina alejada de las convenciones cortesanas, habituada a las duras circunstancias de los mares, se dirigía a él desprovista de afeites discursivos y lo miraba a los ojos en igualdad de condiciones, con la suprema dignidad que habitualmente se confunde con soberbia. Sin embargo, los misterios de la transubstanciación no fueron claros para su rebelde espíritu que muchos consideran herético. Pero eso no disminuyó un ápice la consideración del Santo Padre hacia sus valores ni aun el sincero afecto que supo profesarle. Al fin y al cabo, él mismo tenía sus dudas sobre la infalibilidad que se le atribuía, sin mencionar los tantos momentos de flaqueza en esta Fe que se supone él debía defender. "Aun yo mismo nada sé más que lo que pueden ver mis pobres ojos y lo que puede colegir mi limitada razón de indigno servidor del Altísimo".

Antioco sospechaba que el apuro de Alita por partir antes de la celebración de la boda tenía sus raíces en asuntos que le incumbían directamente. El tiempo le daría la razón. Pero lo cierto es que el mismo día en que la druida partía de las tierras de Al-Andalus, los dos altos dignatarios que faltaban llegaban a la reunión de modo que ya no había más motivo para seguir esperando.

El Califa Saladino, señor feudal del novio, había retrasado su arribo para solicitar la compañía de la bella Alvhia, reina mora e hija virtuosa de la antigua regidora de las tierras castellanas, última descendiente de una estirpe afectuosamente ligada a la prosapia del Papa Antioco. Tanto que era nada más ni nada menos que la otra dama que podía dirigirse a Su Santidad sin protocolos, por más antagónicos que resultaren sus pareceres.

Con las fuerzas que solo el Buen Dios podía proveerle, el Santo Padre ofició la boda entre los archiduques Catherine y Dantes en la fastuosa catedral de Lansky, en medio de rumores maledicentes y vaticinios de desastre. En más de un pasaje de la ceremonia, Antioco vio desfallecer sus fuerzas pero el buen Adolfo estuvo firme a su lado para sostenerlo e impedir que la noble concurrencia sospechara su debilidad. Solo dos de los concurrentes pudieron notar lo que estaba sucediendo: uno de ellos, Su Majestad Meyer, porque estaba al tanto de los padecimientos de su amigo entrañable y no necesitaba más que un gesto para ver lo que nadie veía; el otro, el antagonista innombrable en quien envidia y ambición despertaban las suspicacias propias de los servidores del Maligno.
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